domingo, noviembre 16, 2014






Siempre venía con unas enormes gafas negras,
opacas como un velo de hormigón. Nunca se las quitó. Jamás vi sus ojos, ni su mirada, ni la expresión oculta tras ellas. Me dijo que no podía evitar llorar a todas horas. Y yo siempre la vi llorando. Los restos de su rostro visible estaban húmedos, surcados por pequeños regueros de agua limpia. De vez en cuando, un alud de gota descendía arrasando la mejilla hasta el borde pálido de su mentón. Y solo algunas veces, una de esas lágrimas fugaces se escurría hacia un abismo de silencio en su lenta caída hasta el pecho.

-Llorar no me pone triste -decía entre sollozos. Y seguía llorando.

Ejercía de plañidera en la pequeña funeraria de su barrio, en una ciudad mediana de provincias, donde todo el mundo tenía la sensación de conocerse a pesar de comportarse como desconocidos. Llevaba 17 años llorando los muertos de otros, pero siempre los supo lamentar como propios.

-Mi quejido no es un teatro. Ni actuación ni decorado. Yo lloro para que otros puedan hacerlo.

Su llanto era un desfibrilador de pechos acongojados, de gargantas anudadas, de emociones bloqueadas. Era el alivio de los cuerpos: el amanecer que precede a la resaca de las almas.

-Pero estoy cansada. No de llorar. De eso, no. Estoy cansada de la tristeza -gimió-. De esa garra que se clava en el esternón y pesa como una lanza clavada en el centro.- No le bastaba con liberar las heridas del corazón: dejarlas que sangraran agua para que, limpias, no se pudriesen allí dentro los muertos. No. Ella quería licuar los cuerpos.

Desde hace unos meses, hay un grupo de plañideras en el barrio; aunque menos, también van hombres. No hacen nada más. Sólo lloran. Disuelven lo dulce con lo amargo y dejan que cada cual distinga el sabor de sus experiencias.