lunes, enero 23, 2012



La primera vez que vino
el viento se había adherido a los cristales como un vinilo de hielo. Un manto de baba blanca inundaba de huellas grises las calles de la ciudad. Tengo demasiado calor, dijo. Y en el descanso de una de sus manos sobre la mía continuó: es como si siempre tuviera fiebre, como si me estuviera consumiendo por dentro. Quemo. Ardo.
Y mientras la piel de mis dedos se agostaba bajo el calor de su mano, me contó que había visto marchitarse a tantas mujeres a su lado que estaba convencido de que el amor solo era para los tibios. "Me refiero a esas personas que lo mismo habitan un lunes que un sábado. Los sobrios, los moderados, los contenidos. Los indiferentes a los días de lluvia, al periódico del domingo, al café de una noche en vela... Los insípidos ante un beso, una tarta, un poema... hay tantos, tantos..." Se le humedecieron los ojos y pensé que no lloraría. Sollozaba fuego cuando abrí las ventanas pero echó a reir cuando, con un puñado de nieve entre las manos, envolví la suya. Aún se estaba derritiendo el hielo en carcajadas:
- ... Calentar a los tibios...- dijo.