jueves, noviembre 24, 2011





La primera vez que vino,
como todos, tenía un problema: sus pies no conocían el mundo. Siempre los llevaba embutidos en unos gruesos calcetines de modo que impidieran todo contacto con cualquier superficie. El roce de las sábanas le hacía tiritar igual que se deposita una copa de vino vacía, pisar descalza sobre la tierra era como un arañazo sobre la espalda y hasta deslizarse por la suavidad pulida de una madera le rasgaba el paso como un clavo en un zapato. Le preocupaba esa imposibilidad suya para dar pasos desnudos en la vida. Sin saber qué hacer, decía, dibujaba poemas, escribía canciones, esculpía cuadros o bailaba esculturas.

No recuerda exactamente desde cuando, pero debía tener unos pies muy pequeños cuando le pusieron sus primeros calcetines para que nada lastimara las raices de sus plantas. Su madre jamás sintió una patada en el vientre y aún estaba de parto cuando tuvieron que ponerle unos diminutos patucos rosas: lo primero que asomó fue uno de sus delicados pies y en cuanto la matrona trataba de agarrarlo suavemente para tirar, ella volvía a trepar hasta guarecerse en la placenta de su madre. Lo asomaba de nuevo, como tanteando la vida, y en cuanto algo hacía contacto con él desaparecía el relámpago de su pie. Parecía que quisiera nacer al cielo, al aire, a la nada. La matrona la calzó y la dejó nacer sola: "no creo que esta niña llegue a tener nunca los pies en el suelo".