sábado, marzo 08, 2014





El mismo día que decidió
estudiar odontología tomó también la decisión de no volver a hablar. La primera vez que vino a verme nos escuchamos sin decirnos nada: paradojas del silencio. Y aún tuvimos que reencontrarnos un par de veces más, aprendiendo a comunicarnos con la incómoda sensación de que los cuerpos hablan, antes de que entendieramos nada.

Los siguientes días fuimos cruzando todas las formas sólidas que el lenguaje es capaz de licuar: suspiros fonéticos, perifrásis corporales arrellanándose en las sillas, algún verbo escrito con el tacto tímido de las manos, versos sueltos y sin rima que recitábamos con los párpados, breves diálogos de ojos gritándose emociones repentinas... Lengua muda de los cuerpos en roce.

Habían pasado ya un par de meses, y aún no habíamos usado la garganta ni sus cuerdas para atarnos, cuando un día llegó con un diente molar, acomodado en una de esas pequeñas cajas cuadradas que los anillos usan para esposar a los pretendientes. Depositó su minúsculo cuadrado rojo sobre mi escritorio y se sentó con las manos cruzadas en sus labios pidiendo silencio, demora, oración.
Esperé con la mirada sostenida de una novía: mudo a punto de gritar. 

"Yo soy ese que llaman el Ratoncito Perez."

Y entonces sentí su ausencia. Vacío. No eran el lenguaje, las palabras, las ideas..., era la voz lo que me faltaba. Se congeló mi boca como una mandíbula de molino atascado. Ciego como el pozo de una mina. ¿Qué cuerpo, sin piel? ¿Qué palabra, sin poderla lamer? ¿Qué lengua, sin voz? Todo mi cuerpo se desgañitaba angustiado queriendo hablar, sonar, gemir. Decir. Decir algo. Pedir explicaciones, hacer preguntas: poner voz.

"Ese es el primer diente que recogí. LLevo años recopilando y guardando los dientes de la gente. Los que meten debajo de las almohadas. Los que envuelven en un pequeño trozo de papel. Los que se dejan en un rincón de la encimera. Los qué se quedan los dentistas. Los que se caen al suelo. Los que tiran... Esos que nunca nadie recuerda qué hizo con ellos. Y desde aquel día no había vuelto a hablar. Me quedé sin voz. Mudo."

Me miró con dulzura, usando la voz suave de sus ojos serenos. Me tranquilizó tocándome con la punta sonriente de sus lábios. Apaciguó mi silencio; y cuando vió que había recuperado el habla, se levantó para marcharse, liviano, con un último verso. Durante todos esos años, rebuscó en los intersticios de las muelas restos de fonemas, letras sobrantes; palabras que se hubieran quedado clavadas en los colmillos, como notas sujetas a un pincho. Ecos de lo que pudiera decirse.

"La persona a la que le cogí ese diente, aquella noche soñaba que su cuerpo iba volando en giros hacia algún lugar por el que, al fin, podría salir.
No está en la boca. Ni siquiera en la garganta. Está más allá. Antes, incluso, de que existieramos nosotros. La voz no es algo que tenemos: nos llega.
Es tuyo."